María José atendía un puesto de flores en la peatonal. En el había una gran variedad, siempre frescas y en un orden impecable, le decían algunos clientes; otros de ella, una flor entre las flores.
Especialmente uno que dos veces a la semana por la tarde le compraba las mismas flores y la misma cantidad. Los martes, tres y los viernes cuatro. Una por cada día de la semana para recordarla, le decía, a lo que le devolvía la galantería del viejo cliente con una sonrisa.
No eran flores de gran belleza o perfume sino, simples, que en el centro tenían una especie de esponjita redonda.
Los halagos y comentarios fueron haciéndose más largos con el correr de las semanas. A ella no le extrañaba que aquel señor de apariencia seria y respetuosa tuviera esa actitud, se sentía bien y así amenizaba la rutina que deseaba que terminara pronto. Sus padres y su hija la esperaban con ansias allá en el barrio sur.
Un día se le despertó el interés de saber el porqué de ese capricho de llevar siempre las mismas flores, la misma cantidad y los mismos días. Cuando llegó a buscarlas, le preguntó el porqué de todo ello, cuál era la razón, a lo que le respondió sonriendo: - porque en ellas estás vos cada día de la semana.
Una tarde mientras arreglaba unos ramos, aquella respuesta no se alejaba de su mente pues que había vislumbrado algo más que el piropo.
Todo siguió como de costumbre y no se animó a indagar más sobre el asunto hasta que él, no apareció a comprar sus flores. Imaginó que estaría de viaje o quizás enfermo; pero llegó un mensajero con una nota del cliente. La misma tenía una dirección y el pedido acostumbrado.
Pudo enviárselas pero como quedaba cerca, decidió llevarlas personalmente para conocer algo más de ese misterioso comprador.
Vivía en un edificio de departamentos vetustos, el suyo estaba en el tercer piso y daba hacia la calle. Se paró frente a la puerta y tímidamente, indecisa golpeó. Reconoció la voz que le indicaba que entrara pues la puerta estaba sin llave. En la única habitación, encontró al hombre en la cama. La recibió con alegría haciendo un gran esfuerzo por incorporarse mientras tosía.
La florista comprendió entonces, a ese pobre hombre con su soledad a cuestas demandando un poco de afecto y compañía.
Recorrió con su vista disimuladamente el lugar y vio que todo estaba ordenado y pulcro. Pero al mirar hacia la ventana que daba a la calle, su corazón dio un brinco. Allí en el vano de la misma, había siete floreros con los nombres de los días de la semana y en cada uno de ellos una flor, solo faltaban las tres que tenía en la mano. Lo extraño, lo que la dejó sin aire fue ver que en el centro de la última flor, en la que correspondía a ese día, había una foto de su rostro.