domingo, 17 de febrero de 2008

Cuento: Día de pesca

DIA DE PESCA

No era necesario que sea un día especial. Que el cielo tuviera determinadas nubes ni color. Que el viento viniera de tal lado o que el río estuviera alto o bajo.
Simplemente, quería tener un día de pesca especial. Algo así como una necesidad.
Sin apresuramientos, comenzó con la ceremonia. Limpió bien la caña, aceitó los mecanismos, revisó los elementos de la caja para tal fin, calentó el agua para el mate y revolvió los canteros del jardín en busca de las lombrices para la carnada.
Luego, emprendió el viaje hacia el lugar elegido, el Banco Pelay, allí donde el Río de los Pájaros despliega su belleza y sus aguas mansas, se deslizan como el tiempo de los siglos lamiendo sus arenas de oro.
Desplegó el sillón a la sombra de un guayabo y enterró el soporte de la caña para realizar las tareas con comodidad.
Luego de encarnar, calcula la corriente del agua y arroja la línea lo mas lejos que puede.
Se tensa el hilo y manteniendo la caña con firmeza, permanece de pié expectante.
Observa el paisaje de la otra orilla. Luego, como se desplaza a lo lejos una pequeña embarcación. El tiempo pasa, largo y tranquilo.
Algunas palomas viajan a la otra orilla y las mira siguiéndole el vuelo. En el fondo del río, ningún pez ha visto la carnada.
En sus brazos ya no hay tensión. Tampoco en su interior ni en su mente que divaga imágenes de todo tipo.
Coloca la caña en el soporte y se acomoda en el sillón para saborear unos buenos mates.
Mientras lo hace, fija la mirada en la punta de la caña para advertir cualquier movimiento que indique la mordida de una presa pero, es solo un instante porque luego se le pierde en el infinito límpido del cielo.
Y así se queda, escuchando a lo lejos las cigarras y los pájaros, recordando sin esfuerzo momentos que ya no se repetirían.
La calma abunda afuera y adentro del agua.
Suavemente pasa el agua cálida por la bombilla, al igual que los recuerdos sin prisa, sin aflicciones, despersonalizados en la distancia.
El hilo se mece al compás de las suaves ondas, cuando la brisa pasea su largo vestido por el río. Y ese hilo sumergido en la profundidad, es también, un cordón umbilical con la Madre Tierra.
El tiempo transcurre y las sombras se alargan como dedos queriendo alcanzar los sauces de la Banda Oriental.
Dos o tres veces, repite la operación de sacar y arrojar la línea sin resultados positivos que le indiquen la presencia de algún pez.
Pero él permanece allí, regocijado, perdiendo la vista en el horizonte, en los verdes, en lo profundo del celeste o del agua a sus pies.
Se posa en una nube solitaria que pasa o en una ramita que flota y se va, interminablemente se va en ellas.
Poco a poco, aumenta el tono de la sinfonía de ranas y grillos en la espesura que trae perfumes de viznagas y eucaliptos.
La fresca brisa del crepúsculo, le indica el momento del regreso.
Lentamente, va alejándose del lugar con el sentimiento de un gurí yéndose de los brazos maternos.
Se va sin una presa. Sin la emoción de un pique siquiera. Pero fue el día de pesca que anhelaba porque, su espíritu vuelve con lo mas valioso que fue a buscar, la comunión con Dios y la paz interior que refleja su mirada.
A él ya no lo afecta su infortunio. La cama solo retiene su cuerpo inerte y enfermo, al cual vuelve su alma ahora serena, para abandonarse al sueño de esa noche o quizás, a lo eterno.