Fidelidad de malvón
En
el jardín de mi casa planté un malvón regalado por mi madre. Se lo había pedido
porque esta planta tiene la fragancia y los colores de los patios familiares. Revive
imágenes de pantalones cortos, bolitas y triciclos en el patio de tierra; la
magia de borrar paredones en colores verde y rojo.
No
supe cuidarlo bien, muchas veces le dañé el tronco al cortar el césped. Sin
embargo la fortaleza que lo caracteriza resistió a tanta desconsideración. Creo
que fue por fidelidad, a la familia, a la casa. No recuerdo los años de su
vida, pero su gran volumen y un metro y medio de altura testimoniaban
longevidad. Ese cúmulo de años ofreciendo
alegría lo fue desgastando, quitándole fuerzas. Últimamente el rojo
apenas matizaba el verde escaso que lo cubría y las ramas quebradizas cedían por
su propio peso.
Cada
vez que lo observaba recordaba la intención de tomar algunas ramitas y
plantarlas en distintos lugares del jardín, pero quedaba en intensión, siempre tenía otras ocupaciones.
Veía como el malvón iba muriéndose sin atinar a hacerlo.
Cierta
tarde, al inicio de la primavera tuve el impulso de tomar una herramienta y
dirigirme hacia él. Me arrodillé junto al malvón con la sensación de estar
cumpliendo con una promesa demorada. Desgajé cuatro ramitas y las planté en
distintos lugares.
Las
cuidé en su volver a nacer hasta que las hojas, indicaron que estaban fuertes y
contentas de crecer. Estaba feliz porque los hijos que había dado el noble
malvón continuarían fieles al legado.
La
primavera era pródiga, todo reverdecía y florecía; lo extraño fue que la vieja
planta no tuvo ni una hoja ni una flor. Su esqueleto desnudo me dio pena; lo
toqué con ternura.
Aún
no encuentro respuestas. Rescato los sentimientos de las cosas vivas, en esa
fidelidad de esperar y morir de pié.