viernes, 5 de septiembre de 2008

4 de junio

El inicio del otoño se presentó con preaviso de rigor. Caminaba por las calles del barrio antiguo a favor del viento que barría las hojas. El olor de las viejas cantinas me invitaba a entrar por un café. La mente se amodorraba bajo la tibieza de la boina y los ojos estaban abiertos solo para hacer de lazarillos.
El vigía de la casilla, de pronto hizo sonar el ding de la alarma y reaccioné como autómata frente a una vidriera. La de una librería. Porque para mí pasión de lector pararme a mirar una de ellas, es como la de un goloso frente a una bombonería. Recorrí los títulos y vi los nuevos que están en todas, colecciones encuadernadas y revistas; en el interior había lo que más me gusta: una mesa de usados. Me gustan estas mesas porque encuentro temas raros, impresiones antiguas y encuadernaciones dignas de ser rescatadas.
Sin pensarlo, busqué la puerta. Fue como entrar a otra dimensión, a un lugar que aísla del mundo. A pesar de que quise entrar con sigilo, el piso de madera gastada denunció cada uno de mis pasos; el silencio ignoraba el bullicio de la calle y una mezcla de olor a tinta, papel y encierro sahumaba todo.
Revolví de un lado y del otro pero no encontré nada que llamara mi atención. Cuando estaba por finalizar la búsqueda, de un libro asomó una hoja que a las claras no le pertenecía. La imaginación voló en conjeturas, y como de curiosear se trataba, miré con disimulo alrededor, me acomodé los anteojos con el dedo índice, lo tomé como al descuido, lo acerqué hasta media distancia y lo abrí donde estaba la hoja. Luego, tratando de ocultarla como si fuera parte del libro, la desplegué con los dedos de una mano y volví a mirar, a nadie le importaba lo que hacía. Las pocas personas que había estaban en lo suyo, una adolescente elegía tarjetas, un señor mayor leía los lomos de la sección policiales y la cajera masticaba chiclet con la boca abierta mientras se arreglaba las uñas con una lima.
Me di cuenta de un vistazo que había pertenecido a un diario íntimo. La encabezaba una fecha, 4 de junio. La letra era prolija y redonda, de maestra de grado como luego comprobé.
La misma decía: “Estoy melancólica. Estar sola, sin compañía, sin soñar con alguien, especialmente hoy me ha puesto mal. Fernandino me contó en un recreo que soñaba casarse con una chica que conoció en las vacaciones. Había quedado deslumbrado por sus contorsiones cuando la vio en la pista del circo. El tiene su sueño ¿dónde está el mío?”
Algo se me estrujó por allá adentro. Cerré despacio el libro y dejé el papel en su lugar. Ya no le encontré sentido al seguir buscando y me dirigí a la caja para pagarlo; recién ahí, me di cuenta de que no sabía qué libro era. Eso no tenía importancia, la simple hoja manuscrita era suficiente historia que merecía todo un libro.
Mientras caminaba esquivando baldosas sueltas, sentí curiosidad y observé la tapa, me dio risa; el título decía: “Lactancia Materno-infantil”, era un texto de puericultura.
Lo guardé en un bolsillo, suspiré hondo y se me ocurrió pensar qué diría el negro Pablito, el filósofo de la esquina, acerca de la relación que había entre el contenido de la hoja y el del libro; seguro que diría: - ¡La vida tiene ubre generosa para alimentar los sueños!