martes, 23 de octubre de 2012


Fidelidad de malvón

En el jardín de mi casa planté un malvón regalado por mi madre. Se lo había pedido porque esta planta tiene la fragancia y los colores de los patios familiares. Revive imágenes de pantalones cortos, bolitas y triciclos en el patio de tierra; la magia de borrar paredones en colores verde y rojo.
No supe cuidarlo bien, muchas veces le dañé el tronco al cortar el césped. Sin embargo la fortaleza que lo caracteriza resistió a tanta desconsideración. Creo que fue por fidelidad, a la familia, a la casa. No recuerdo los años de su vida, pero su gran volumen y un metro y medio de altura testimoniaban longevidad. Ese cúmulo de años ofreciendo  alegría lo fue desgastando, quitándole fuerzas. Últimamente el rojo apenas matizaba el verde escaso que lo cubría y las ramas quebradizas cedían por su propio  peso.
Cada vez que lo observaba recordaba la intención de tomar algunas ramitas y plantarlas en distintos lugares del jardín, pero quedaba en  intensión, siempre tenía otras ocupaciones. Veía como el malvón iba muriéndose sin atinar a hacerlo.
Cierta tarde, al inicio de la primavera tuve el impulso de tomar una herramienta y dirigirme hacia él. Me arrodillé junto al malvón con la sensación de estar cumpliendo con una promesa demorada. Desgajé cuatro ramitas y las planté en distintos lugares.
Las cuidé en su volver a nacer hasta que las hojas, indicaron que estaban fuertes y contentas de crecer. Estaba feliz porque los hijos que había dado el noble malvón continuarían fieles al legado.
La primavera era pródiga, todo reverdecía y florecía; lo extraño fue que la vieja planta no tuvo ni una hoja ni una flor. Su esqueleto desnudo me dio pena; lo toqué con ternura.
Aún no encuentro respuestas. Rescato los sentimientos de las cosas vivas, en esa fidelidad de esperar y morir de pié.