viernes, 3 de octubre de 2008

La mensajera

Jorgelina era mensajera. Recorría las calles de un lado para el otro en su pequeña moto llevando paquetes y pagando servicios a los demás. Hacía su trabajo con responsabilidad y nunca flaqueaba a pesar de los días de lluvia o de frío. Para no mojarse, trabajó horas extras hasta que pudo comprarse un equipo impermeable y lo mismo hizo para el frío con la campera azul y roja.
Su juventud le daba el empuje necesario para progresar en lo que ambicionaba; esto era, comprar una moto nueva porque la suya se caía de a pedazos. Para ello, necesitaba más clientes aunque le quitara tiempo a los encuentros con Pocho, su novio algunos años mayor que ella.
De él, siempre recordaba que le decía: - sólo tu discreción y eficiencia te traerá más clientes - y lo cumplía. Nunca preguntaba que llevaba dentro de los paquetes y hacía la entrega inmediatamente.
Aquello que le dijo Pocho se cumplió, tuvo más clientes y muchos de ellos le dieron buenas propinas. Como la señora de un quiosco, que todas las semanas le daba un paquetito para que lo llevara hasta un barrio de la periferia y se lo entregara a unos adolescentes.
Así un día, le dio otro que era el doble de tamaño que el acostumbrado y por supuesto, la propina fue mayor que de costumbre.
Por esas sinrazones que asaltan cuando uno menos lo espera, en mitad del trayecto se detuvo y observando el paquete comenzó a sacar conclusiones.
Sospechando del contenido y del porqué se lo había entregado a media cuadra del quiosco, lo desenvolvió un poco haciendo caso omiso a las recomendaciones de Pocho y comprobó lo que imaginaba, era droga.
Se asustó. Pensó en el riesgo de cárcel que corría si la encontraban con esa mercadería, también sacó cuentas del dinero que podía obtenerse con su venta, que cómo era posible que ella hacía un gran sacrificio trabajando para poder cambiar su motito y estos delincuentes vendiendo veneno tenían una mejor. Ella se arriesgaba a lo peor y era justo que obtuviera una recompensa.
En consecuencia y sublevada por estos cuestionamientos, urdió un plan con el que obtendría una buena ganancia.
A una cuadra del encuentro para la entrega, en un hueco del paredón de los fondos de la capilla del barrio, escondió el paquete. Luego, le dijo a los malvivientes que se lo daría si hacían un buen trato.
Jorgelina no entendió que con ellos no existen esa clase de tratos. Le exigieron la entrega al principio con palabras y luego, a fuerza de golpes pero ella no cedió. Los muchachos se descontrolaron y la atacaron con furia hasta que un golpe en la nuca la desplomó.
Cuando reaccionó, quiso erguirse pero fue inútil. Estaba atada sobre una mesa y un retumbar de tambores y cánticos que emitía un grupo de gente que danzaban a su alrededor la estremecieron.
Gritó, hizo contorciones para zafar de las ataduras pero nadie le prestó atención, todos estaban en éxtasis. Más de dos horas duró aquel infierno y quedó extenuada por el esfuerzo. De pronto, el ritmo y los cánticos cambiaron de tono y los presentes formaron un acordonamiento desde una puerta que daba al fondo del lugar.
Desde allí, surgió un personaje con túnica roja y una máscara diabólica al que le hacían reverencia. Se acercó hasta la aterrada mandadera, haciendo pases de baile al compás de los tambores que aumentaron el ritmo. Todos continuaron girando sobre sí mismos, siguiendo la ronda por el recinto, mientras el enmascarado se le acercó descubriendo su cara. La sorpresa fue muy grande cuando pudo verle el rostro, era Pocho.
Quedó paralizada de estupor al principio y luego, se aflojó con la esperanza de que aquello termine. La tomó de la nuca y se acercó para besarla; ella no hizo resistencia y ofreció sus labios. Fue un beso profundo, la inundó el calor de su boca sensual y a la vez sintió un frío de acero, en el corazón cuando le dió la certera puñalada.