sábado, 2 de agosto de 2008

AMBIENTE OPTIMO

La tarde era un bloque fundido por el sol. Cientos de chicharras producían un sonido penetrante, presagiando ese estallido en cualquier momento. De vez en cuando, alguna lagartija se atrevía a correr por la tierra calcinada persiguiendo insecto.
Era un clima propicio para aquella nube de moscas y mosquitos que se insertaban en todos los rincones del pequeño pueblo, humedecido por el río que manso serpenteaba por la exuberante vegetación.
Pedro Gómez, soportaba aquellos insectos con bastante malhumor mientras pensaba en como deshacerse de ellos; ya había agotado todos los recursos que tenía a su alcance.
Una de esas tardes fue a comprar los consabidos espirales (que inútilmente esgrimía contra el implacable enemigo nocturno), cuando el dependiente del gran almacén de ramos generales, le ofreció una nueva y más eficaz alternativa de defensa: un revolucionario invento que acababa con cuanto bicho se ponía a su alcance. Quedó impactado ante la vista de aquel extraño cilindro de lata con vivos colores. Con sólo apretar una de sus puntas, los insectos alcanzados por el chorro de líquido que salía del envase como una mortal llovizna, caían fulminados ante sus ojos.
Anita, su joven mujer, escuchaba complacida y sonriente las explicaciones que a borbotones Pedro le daba sobre su uso y eficacia. No más moscas, no más mosquitos, no más cucarachas y la casa se inundó de aquí en adelante del perfume que a ella tanto le gustaba.
¡Qué diferente era la vida ahora en la casa, con qué satisfacción procuraba mantener ese clima libre de los infectos enemigos para la llegada de ese niño que por primera vez esperaban!.
Lata tras lata, envueltos en ese perfume, pasaron las nueve lunas.
El niño llegó y como lo había dicho Anita, Telmo creció sin las odiosas picaduras de los mosquitos, sin el infecto contacto de las moscas y sin la repugnante presencia de las cucarachas, ya que el mágico remedio cuidaba su cuna.
Cuando llegó el tiempo de las urgencias amorosas, logró tener una cita con Rosa, la hija del panadero, que le venía regalando sonrisas desde hacía unos meses.
Un atardecer él la esperó en la orilla del río mientras arreglaba el bote de su padre.
Ella apareció entre los sauces y recostada a uno de ellos lo miró largamente. La descubrió de reojo y en largas zancadas estuvo a su lado, la tomó de la mano y la besó con ternura. Se fundieron en un abrazo y lentamente cayeron sobre la hierba fresca y mullida. El malón de sus corazones, arremetía con furia como queriendo escapar por las sienes; la mano fuerte pero trémula, recorrió con torpeza el cuerpo de aquella mujer de ébano, que se le brindaba con sinceridad y placer. Siguieron en este juego hasta que sus cuerpos, resbalosos de sudor se estremecieron. La lengua hurgaba inquieta dentro de la boca de ella como contando sus dientes. De pronto, ella abrió los ojos muy grandes, sintió que se ahogaba, que algo le quemaba el cuerpo por dentro y por fuera; lo apartó de un violento empujón y salió corriendo con la ropa en la mano.
Telmo la vio alejarse mientras ensayaba una sonrisa sobradora y se fue saltando con alegría por los accidentes de la costa.